
2. También quisiera
decir que la Iglesia, «abogada de la justicia y defensora de los pobres ante
intolerables desigualdades sociales y económicas, que claman al cielo»
(Documento de Aparecida, 395), desea ofrecer su colaboración a toda iniciativa
que pueda significar un verdadero desarrollo de cada hombre y de todo el
hombre. Queridos amigos, ciertamente es necesario dar pan a quien tiene hambre;
es un acto de justicia. Pero hay también un hambre más profunda, el hambre de
una felicidad que sólo Dios puede saciar. No hay una verdadera promoción del
bien común, ni un verdadero desarrollo del hombre, cuando se ignoran los
pilares fundamentales que sostienen una nación, sus bienes inmateriales: la
vida, que es un don de Dios, un valor que siempre se ha de tutelar y promover;
la familia, fundamento de la convivencia y remedio contra la desintegración
social; la educación integral, que no se reduce a una simple transmisión de
información con el objetivo de producir ganancias; la salud, que debe buscar el
bienestar integral de la persona, incluyendo la dimensión espiritual, esencial
para el equilibrio humano y una sana convivencia; la seguridad, en la
convicción de que la violencia sólo se puede vencer partiendo del cambio del
corazón humano.
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