Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar, y lo siguió mucha gente de Galilea.
Al enterarse de lo que hacía, también fue a su encuentro una gran multitud de Judea, de Jerusalén, de Idumea, de la Transjordania y de la región de Tiro y Sidón.
Entonces mandó a sus discípulos que le prepararan una barca, para que la muchedumbre no lo apretujara.
Porque, como curaba a muchos, todos los que padecían algún mal se arrojaban sobre él para tocarlo.
Y los espíritus impuros, apenas lo veían, se tiraban a sus pies, gritando: "¡Tú eres el Hijo de Dios!".
Pero Jesús les ordenaba terminantemente que no lo pusieran de manifiesto.
Palabra del señor.
Comentario por:
San Atanasio (295-373), obispo de Alejandría, doctor de la Iglesia
Sobre la Encarnación del Verbo
“Todos los que sufrían algún mal se abalanzaban sobre él para tocarle”
El Verbo de Dios, incorpóreo, incorruptible e inmaterial, llegó a nuestra región, aunque ya antes no estaba lejos de ella. En efecto, a ninguna parte de la creación había dejado privada de su presencia, porque él, que permanece junto a su Padre, lo llenaba todo. Pero, a causa de su amor por nosotros, se abajó, se hizo presente y se nos manifestó. Tuvo piedad de nuestra raza, tuvo compasión de nuestra debilidad y condescendió tomando nuestra condición corruptible.
No aceptó que la muerte dominara sobre nosotros; no quiso ver perecer lo que había comenzado, ni dejar fracasar lo que su Padre había llevado a cabo creando a los hombres. Tomó, pues, un cuerpo que no es diferente del nuestro. En el seno de la Virgen se construyó para sí el templo de su cuerpo; hizo de él el instrumento apto para hacerse conocer y para estar en él. Después de haber tomado de entre nuestros cuerpos, un cuerpo de la misma especie, puesto que nosotros estamos todos sumisos a la corrupción de la muerte, entregó su cuerpo a la muerte por todos, y lo ofreció a su Padre. Hizo esto por amor a todos los hombres.
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