La fiesta del 29 de septiembre nos asociaba a los ángeles en
aquello que es lo fundamental de su vocación. Pero la Memoria de los
Ángeles Custodios nos trae también el recuerdo de otra función de los
ángeles: la de mantener cerca de los hombres una presencia fraternal.
En efecto: «Dios, en su Providencia amorosa, se ha dignado enviar para
nuestra custodia a sus santos ángeles». El Antiguo Testamento evoca con
frecuencia la intervención de algún ángel para guiar a los patriarcas en
sus peregrinaciones o para proteger al pueblo de Dios cuando éste entra
en la tierra de Canaán; y el Salmo 90 nos hace cantar: "A sus
ángeles ha dado órdenes para que te guarden en sus caminos. Te llevarán
en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra". También
Jesús hablaría de esa asistencia, de los ángeles. Al recordar la
dignidad de los niños, declara: «Sus ángeles están viendo siempre en el
cielo el rostro de mi Padre celestial». Por consiguiente, apoyándonos en
sus propias palabras, le pedimos al Señor que nos veamos «Siempre
defendidos por la protección de los ángeles Y gocemos eternamente de su
compañía».«Dios te enviará a sus ángeles para que te guarden en todos
tus caminos», dice el salmo 91. Antes, a los niños, después de
enseñarles a rezar a Dios y a la Virgen María, se les enseñaba a invocar
todas las noches al ángel de la Guarda, hermano mayor espiritual,
compañero aventajado por la visión de Dios, tutor, guía, centinela,
escudo, discretísimo e invisible maestro en los peligros cotidianos,
aliento, aguijón, consejo, confidencia. Y esa figura angélica -
venerada en la Iglesia por lo menos desde hace quince siglos -, acoplada
a nuestra debilidad como un plus sobrenatural de sostén y ayuda, aunque
hoy se quiera relegar a la nursery, junto con mitos vigorosos y
consoladores de hadas y enanos buenos, sigue siendo un punto de la fe
para chicos y grandes. Delegados celestiales junto a nosotros, para
creer en los custodios se necesita la fe que hace niños; nos los
imaginamos etimológicamente como mensajeros de Dios, radiantes y
halados, con una hermosura que no es de este mundo, incondicionales del
alma, dulces e inflexibles como un amigo que nos quiere bien, soplando,
como apuntadores a lo divino, las inspiraciones más altas. «Fuerte
compañía - el poeta enmendaba la jaculatoria popular - que no nos
desampara ni de día ni de noche, atentos a cada segundo, porque todos
son preciosos, de nuestra titubeante existencia, interviniendo en ella
con misteriosos aletazos que nos desconciertan. Y sabiendo que al fin
nos va a presentar ante el Señor con la serena sonrisa del trabajo bien
hecho (y en silencio) para que podamos llegar de su mano a la Ciudad de
la Luz.
Padre misericordioso, que, en tu providencia inefable, te
has dignado enviar, para nuestra guarda, a tus santos ángeles, concede a
quienes te suplican ser siempre defendidos por su protección y gozar
eternamente de su compañía. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
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